25.5.09

Tu vida en 65'

El pasado viernes 22 de mayo, Cayetana Guillén emitía, en su programa Versión Española de TVE2, Tu vida en 65', la última película de María Ripoll, directora de Lluvia en los zapatos, entre otras.

El filme, transcripción al cine de la obra teatral del mismo nombre ideada por Albert Espinosa, narra la historia de un joven, Dani (encarnado por el actor Javier Pereira), que se entera por casualidad de la muerte de un compañero de colegio y decide asistir precipitadamente a su funeral. Allí descubrirá que el fallecido no es quien él creía, y conocerá a la hermana del mismo, Cristina (Tamara Arias) con quién empezara a fraguar amistad. Entretanto, sus dos mejores amigos, Francisco e Ignacio (Marc Rodríguez y Oriol Vila), le acompañarán durante el desarrollo de la historia.

Esta película tiene muchos defectos y pocas cosas buenas. El primero y más importante es la elección de los actores protagonistas por parte de Ripoll, quien se empeñó expresamente, desafiando la voluntad de sus productores, en que estos no fueran famosos para crear así una obra más cercana, creíble y sensible. En vez de eso eligió al nefasto Javier Pereira, quien obsequiará al espectador con una interpretación tediosa e irritante, plana y plagada de coletillas y un insoportable soniquete a obra de colegio. Poco se puede decir en favor de Tamara Arias, quien tampoco da más de sí y mantiene la mueca constante de haber pisado un erizo de mar durante todo el metraje en que tendremos que soportar su cara.

Lo único de cercano y creíble lo aportarán los geniales Marc Rodríguez y Oriol Vila, relegados aquí a secundarios injustamente, pues ambos demuestran mucho más talento y sencillez a la hora de crear unos personajes de por sí bastante vacíos, pero a los que logran imprimir ciertos matices, o al menos acercarlos al espectador. Tanto que hasta llegan a eclipsar al protagonista.

Si uno consigue, como fue mi caso, que la nulidad que constituye su protagonista no le impida continuar viendo la película, quizá vea cierto interés en los temas que trata, a saber: filosofía vital oculta en pequeñas cosas cotidianas, como una lavadora; tratamiento banal de la muerte, cercano, casi poético; una historia hermosa, sin complicaciones, sobre un chaval que busca su sitio en el mundo. Pues bien, lamento decepcionarles, pero eso no durará mucho. Ripoll quizá cree que con que un personaje pase las horas muertas sentado frente a una lavadora centrifugando y afirmando que eso cambia tu vida, ese personaje ya es muy profundo, por el mero hecho de hacer semejante cosa. Que el espectador ya se identifica con él, ya lo ve como alguien cercano, alguien a quien comprende, a quien respeta. Nada más lejos de lo que realmente ocurre. Si un personaje no tiene motivaciones para actuar de un modo u otro, ese personaje esta inevitablemente hueco, y no podemos verle como a un igual. Sólo será alguien que mira absurdamente una lavadora creyendo que eso es muy importante y que está cargado de significado, y le veremos como a un extraño.

Lo que tenemos aquí es un burdo intento de imitación de las casi siempre grandes películas de Isabel Coixet, particularmente Mi vida sin mí. Se trata de una copia descarada, y lo que es peor, cutre y mal hecha, de la filosofía de lavandería que desarrollan de forma memorable Sarah Polley y Mark Ruffalo, y que aquí queda en un aborto mental sin sentido y que, incluso aunque hubiera sido una lección de cine, hubiera sido una lección en el arte de plagiar.

Y más allá de todo eso, de haber superado las malas actuaciones, el guión aburrido y las pretensiones de profundidad vital al estilo Jorge Bucay, agárrense porque aún queda el último detalle. Directora y guionista coinciden en que querían hacer una película sobre la muerte, sobre la gente que la ve como algo cercano y sobre los sentimientos que nos produce. Es triste saber que es lo que pretendían, para luego ver hasta qué punto han fallado. Lo que podría haber sido un intento de película sobre la cotidianidad de la muerte, sobre cómo la vemos, cómo la superamos y cómo nos marca, acaba siendo una película más sobre romances increíbles (y no me interpreten mal, me encantan las películas románticas), absolutamente incoherentes, fuera de lugar en el conjunto de la obra, y sin la suficiente fuerza y trasfondo como para justificar ser el núcleo del argumento. Es enormemente decepcionante ver cómo el tema del amor, tan recurrente y tantas veces retratado a la ligera, aparece como un fantasma en películas que intentaban contar otra cosa, y que al final se quedan a medio camino y tienen que recurrir a él para amalgamar una historia sostenida por alfileres, y no por grandes personajes.

El espectador será llevado de un sitio a otro, perderá la orientación y acabará por no saber qué esperar de esta película, y finalmente lo único que chirriará en sus oídos será el odioso tono de voz de Pereira y ese infantil tono ascendente, y verá con buenos ojos el final de una película que toma de aquí y allá, la estética documental, el guión coixetiano, las historias semicruzadas al estilo González Iñárritu, pero que no crea nada nuevo, ni a base de calcar. Yo me quedo, sin duda, con Oriol Vila y Marc Rodríguez, y deseo volver a verlos en más películas, pero esta vez como protagonistas. Ah, y con su banda sonora, sobresaliente sin duda aunque apenas incluye ninguna canción nacional.

imagen: acrobatasblogia, cinevideojuegos

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19.5.09

Devorador


El pasado sábado Cuatro rellenaba su sobremesa con la emisión de Devorador (Maneater, 2007), un telefilme de terror natural protagonizado por el veterano actor Gary Busey. Parece mentira que a casi cinco años del comienzo de sus emisiones, la cadena privada no haya establecido aún una oferta de cine interesante o, cuando menos, superior a las chapuzas audiovisuales con que suele zurcir los huecos de su parrilla.

Basada en la novela Shikar, escrita por el autor norteamericano Jack Warner, la película narra la historia de un pequeño pueblo de los Apalaches acosado por los ataques de un tigre de bengala. El sheriff Barnes, interpretado por Busey, será el encargado de proteger a los habitantes y lidiar con los medios de comunicación. Para ello contará con la inestimable ayuda de James Graham (Ian D. Clark), experimentado cazador que regresa de La India para dar con el felino. Durante su búsqueda, el viejo Graham se hará amigo de Roy, un niño que mantiene una extraña relación con el animal.

Devorador no deja de ser una clásica producción televisiva de serie B, caracterizada por su bajo presupuesto, apresurada realización y estéril guión. Viéndola creemos estar viendo una película propia de los años 90, si no fuera por alguna mención de los personajes a elementos de nuestra sociedad contemporánea como, por ejemplo, una PDA. Todo lo demás es tan arcaizante como, por desgracia, soporífero.

Lo primero que cabría criticar de esta producción es su pobre realización. Nos sorprende la absoluta ausencia de efectos por ordenador, algo que, en vista del empacho digital que sufrimos los espectadores, no sería del todo censurable. El problema radica en el mal - o casi nulo - aprovechamiento que se hace de los recursos disponibles: la inmensa mayoría de los ataques protagonizados por el tigre se nos mostrarán en escenas en las que, sin embargo, el tigre no aparece. Los actores tienen que simular estar siendo devorados por un imaginario depredador en escenas que provocarán más de una sonrisa, pues lo chapucero y barato de su realización, unido al poco inspirado trabajo de los intérpretes, atraviesan el absurdo para rozar el ridículo. Podremos disfrutar de las apariciones del felino sólo en algunas escasas escenas intercaladas a modo de cortinilla, así como en una pretendidamente épica escena final para la que se utilizó un animal amaestrado.

El guión también deja bastante que desear. El director canadiense Gary Yates no ha sido capaz de explotar la capacidad de algunos de los actores que encabezan el reparto. La película podría considerarse un discreto monumento al fracaso de Gary Busey, vieja gloria de los ochenta, hoy olvidada, que se ha resuelto incapaz de reflotar su carrera. Finalmente termina por dar con sus huesos en producciones de bajo calado como ésta Devorador, en la que Busey nos ofrece un papel bastante plano, lineal, algo histérico y construye un personaje tópico que, no obstante, no deja de caernos simpático. Papel que contrasta con la muy correcta actuación del británico Ian D. Clark, interesante actor relegado siempre a papeles secundarios. El inglés protagoniza, de hecho, la única secuencia memorable de la cinta, en la que mantiene una charla con el pequeño Roy.

Relación la de estos dos personajes totalmente desaprovechada por la película. El tigre se aparece en sueños al niño e incluso llega a dormir bajo su ventana, hecho nada baladí que es advertido y reflexionado por el veterano cazador. No obstante el guión terminará con dar al traste con las posibilidades de esta línea argumental, pues finalmente nos quedaremos sin saber qué se traían entre manos el felino y el enigmático muchacho. Es más, no llegaremos a comprender qué demonios pinta un tigre en la senda de los Apalaches; algún personaje aventura la idea de que se haya escapado en medio de algún intercambio ilegal de animales exóticos, pero la investigación del asunto quedará en nada.

En definitiva, es una película barata y pobremente realizada que deja muchos huecos y no ata los escasos cabos que logra soltar. Se desaprovecha totalmente la figura de personajes como el de Graham, convirtiéndolos así en cuadriculados estereotipos propios del cine industrial norteamericano. Resulta especialmente lamentable la manera en que el guión ningunea la conexión entre el tigre y el crío. El niño, criado en el bosque - donde vive solo con su madre - está profundamente ligado a la profundidad de su naturaleza, lo que no deja de enlazarlo al animal en el momento en que éste se convierte en parte de la fauna. Todo ello ayudará a que se sienta identificado y cercano al cazador, ya que éste también es, a su manera, un experimentado habitante de los bosques. Todo ello un muy sugerente cuadro argumental que queda reducido a un par de escenas y completamente abandonado en el resultado general de la película.

Tampoco los amantes del gore encontrarán aquí su rato de diversión; el escaso presupuesto hace imposible la adecuada interacción entre el tigre y los actores humanos, mientras el uso descarado de salsa de tomate hace daño a los ojos. Ni siquiera el espectador más despistado encontrará creíble ni la sangre ni otros elementos propios del cine violento que aparecen diseminados por la película. Las impresionantes localizaciones, sitas en la provincia canadiense de Manitoba, son igualmente desperdiciadas por culpa de una deficiente dirección de fotografía. Los espesos bosques son filmados de refilón y no se nos obsequiará, tan siquiera, con un solo plano general de la montaña y su ecosistema, lo cual resultaría bastante interesante.

Un telefilme que a lo sumo invita a leer la novela escrita por Warner. No hay que obviar que la historia y su realización resulta tan cuestionable como entrañable. Nos recuerda a aquellas viejas producciones de excitante terror natural que entretuvieron las infancias de algunos de nosotros en los últimos 80 y primeros 90. No le falta a esta película algo - o mucho - de Tiburón (salvando las distancias) y será vista con simpatía por los espectadores que acudan sin pretensiones; todo lo cual no quita que sea un filme tan lento como aburrido.

Probablemente Warner sacó algo más de jugo a la historia en su libro, lo cual queda de manifiesto en las muy escasas y pequeñas puertas que el argumento de la cinta deja entreabrir. Tal vez se trate de pequeños retazos de un cuadro superior y apetecible para los amantes del género que deseen buscar en Shikar lo que en Devorador no van a encontrar de ningún modo. Así pues, anímense a ello si lo desean.
Animarse a esta película, en cambio, es difícil, excepto tal vez para los coleccionistas de reliquias televisivas, series B, producciones de la América profunda o especímenes exhuberantes de realización chapucera. A mí, mientras tanto, me anima a sintonizar otro canal mientras Cuatro siga empeñándose en invitarnos a dormir la siesta haciendo uso de semejantes emisiones.

imagen: Wikipedia

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12.5.09

World of Goo

En un mercado tan saturado como es el de los videojuegos es difícil hoy en día encontrar títulos interesantes, atractivos y que, en definitiva, rompan aunque sea un poco con la tónica comercial a la que nos tienen tan acostumbrados las compañías de videojuegos. Pero, afortunadamente, de vez en cuando aparece un estudio o grupo de gente -en este caso se trata únicamente de dos personas- que sabe darle una vuelta al arte de crear videojuegos, que saben que eso que están haciendo es arte y que hay cantidad de jugadores que lo vemos de esa manera. Me estoy refiriendo a la compañía 2D Boy y a su World of Goo.

World of Goo es uno de esos juegos que deja huella. Mas allá de los premios por los que ha sido alabado, -que para un servidor tienen poco o ningún significado- destaca, no sólo por su genial y adictivo estilo de juego, sino por su saber hacer. Destaca por su belleza implícita en prácticamente todos los aspectos del videojuego. Es toda una delicia para los sentidos notar como nos lleva a través de un cuento; una fábula, si cabe, en la que disfrutar del aspecto sonoro y visual de esta gran obra.

El juego se podría encuadrar dentro del género puzzle. La mecánica es simple; hay cuatro mundos a superar más un epílogo; en cada mundo hay una serie de fases en cada una de las cuales deberemos salvar un número concreto de bolas de Goo llevándolas hasta una tubería para poder pasar a la fase siguiente. ¿Cómo hacemos para llevar las bolas de Goo hasta la tubería? He aquí la verdadera esencia jugable: en cada fase tendremos a nuestra disposición un número limitado de bolas de Goo, con las que tendremos que rompernos el coco -en unas fases mas que en otras- para construir una serie de estructuras uniendo las propias bolas entre sí. Estas estructuras que construyamos se verán afectadas por multitud de factores que nos impedirán llegar a la tubería en cuestión: la propia ley de la gravedad, el viento, obstáculos móviles dispersos por el escenario, etc. A su vez, para poder superar los diversos obstáculos tendremos a nuestra disposición distintos tipos de bolas de Goo con propiedades únicas: unas serán mas ligeras, otras se pegarán mas fácilmente a las paredes, las habrá que nos permitan flotar, etc.

El juego nos ofrece también una especie de modo online llamado World of Goo Corporation. Las bolas de Goo que vayamos salvando por encima del límite mínimo para pasar de fase se nos acumularán en la World of Goo Corporation. En este modo podremos construir con estas bolas sobrantes una torre a nuestro antojo, de manera que conforme vayamos subiendo iremos viendo -siempre que estemos conectados a internet- a distintas alturas nubes de color blanco que representan a jugadores de todo el mundo que en ese instante están construyendo sus torres de Goo en sus respectivos juegos. Por tanto el objetivo de este modo es simple: construir una torre de Goo mas alta que el resto de personas que podemos ver con sus nubes. Desgraciadamente este modo online, al no ofrecer nada más, se convierte en una mera anécdota en la que entretenerse construyendo estructuras de forma libre y sin preocuparse demasiado de a qué altura se llega.

Asimismo el juego contempla un sistema de "logros" llamado OCD (Obtención Compulsiva de Distinciones). En cada fase se nos ofrecerán diferentes retos a superar, a saber; completar la fase en un límite de tiempo, salvar a mas de un número concreto de bolas y otra serie de retos similares. Desgraciadamente y al igual que el modo online, estos "logros" no aportan nada a nivel jugable, no se nos da ningún tipo de premio, ni fases extra ni nada parecido, únicamente sirve para alargar la corta vida del juego.

Y he aquí el que es, en mi opinión, el punto mas negativo del juego: la duración. Y digo que es el punto mas negativo, no solo porque sea corto en cuanto a número de fases sino por su simplicidad. Muchas de las fases pecan de ser extremadamente
simples, aspecto aún mas negativo si tenemos en cuenta el espíritu retro que respira el juego. Las dos dimensiones, la mecánica, el gusto por la belleza de los escenarios... todo recuerda a otra época menos la duración y la dificultad. La curva de aprendizaje está muy bien implementada y cualquier jugador aunque no sea jugador habitual verá como es atrapado por la mecánica de World of Goo, pero para los mas curtidos se echa de menos fases que supongan un verdadero reto y, sobre todo, mayor duración. Aún así también hay que tener en cuenta que el juego pretende contarnos una historia, un cuento, al fin y al cabo, y no queda muy claro si alargar la duración sin sentido habría sido buena idea, aunque también se podría haber echo algo para hacerlo mas rejugable que un simple sistema de logros. En fin, una pena.

Pero como he dicho esto sólo es un punto negativo y hay muchas mas cosas por las que se disfruta, una de ellas es, como ya he comentado, el argumento en forma de cuento. A lo largo de las fases veremos una serie de carteles al fondo del escenario que, pinchando encima de ellos, nos darán un mensaje o una simple pista de como resolver la fase correspondiente. Estos carteles intentan seguir una historia y formar un transfondo ya que todos están firmados por el misterioso "escritor de carteles". Intento, a mi juicio, exitoso ya que sin apenas darnos cuenta estaremos pensando sobre lo que nos encontraremos o lo que pasará en la fase o mundo siguiente. Así, cuando vayamos completando mundos irán ocurriendo diversos hechos que darán aún mas consistencia a la historia, hasta llegar al apoteósico final. Del argumento, a su vez, se pueden extraer numerosas lecturas, dejando así a la imaginación del jugador lo que representan diversos hechos ocurridos a lo largo de la partida. Al mismo tiempo se puede sacar una lectura crítica de diversos aspectos de la sociedad como los chats tipo messenger o los conceptos establecidos sobre la belleza en la sociedad actual. Una auténtica fábula en forma de videojuego de la que cada uno sabrá obtener lo que más le guste.

A esta gran inmersión ayuda y mucho la música, aspecto a mencionar gracias al genial trabajo de Kyle Gabler, uno de los dos creadores de World of Goo. La banda sonora es magnífica, ayudando a la inmersión en las distintas fases con melodías acorde al trasfondo de cada una. Asimismo mención especial merecen los efectos de sonido, que serán diferentes dependiendo del mundo en el que nos encontremos y su temática.

Por último y ya para concluir: el sistema de juego, el aire retro, el argumento, la música; World of Goo es un compendio de saber hacer por parte de dos programadores que supieron darle un aspecto nuevo a los videojuegos. Una verdadera obra de arte que, paradójicamente, no podría haber sido posible con un presupuesto meteórico y un gran estudio detrás.

Idioma:

-Textos: Español

Plataformas: Wii(WiiWare) y PC

imagen: cine&videojuegos, IGN

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10.5.09

La Huella


En su tercera reposición de la serie de películas Maestros del Terror (Masters of Horror, 2005), Cuatro ofreció ayer La Huella (Imprint, 2006) dirigida por el japonés Takashi Miike. Maestros del Terror, colección creada por Mick Garris, consta de trece producciones independientes, sin relación argumental entre sí, realizadas por directores especializados en el género, entre los que se cuentan nombres de la talla de John Carpenter.

Es criticable el pésimo horario que la cadena privada ha escogido para su emisión (a altas horas de la noche del sábado); si bien es cierto que la serie no resulta apta para todos los públicos, sería conveniente hacerla más accesible así como darle la promoción que merece, algo que Cuatro no ha hecho a lo largo de sus varias reposiciones. Hay que reconocer que dicha producción resulta bastante irregular, lo cual no deja de hacer recomendables algunos de sus capítulos, entre los que destaca la escalofriante realización de Miike.

La Huella narra la historia de Christopher, un periodista norteamericano que viaja al Japón decadente del siglo XIX en busca de Komomo (Michie Itô), una mujer de la que está profundamente enamorado. Interpretado limpiamente por Billy Drago - mítico actor underground casi especialidado en el género terrorífico - Christopher lleva su búsqueda hasta un burdel infecto, enclavado en una isla corrupta y misteriosa. Allí conoce a una inquietante prostituta de rostro deforme (Youki Kudoh) , antigua compañera de Komomo, quien le revelará la sórdida historia de su amada y la suya propia.

Pese a ser una producción de factura japonesa, que nadie espere encontrar en La Huella nada propio del terror oriental que tan buenos réditos ha dado a Hollywood en los últimos años. El film de Miike poco tiene que ver con el espectro recurrente de mugriento camisón y pelo enmarañado sobre la cara; en lugar de ello bebe del clásico terror norteamericano de serie B a la vez que incorpora los peores elementos del cine histórico e incluso costumbrista.

La Huella narra una historia fantasiosa y escalofriante, incluyendo algunas escenas difíciles de mirar. Los poco tolerantes con el gore explícito encontrarán difícil acercarse a la trama; admito que yo mismo me he encontrado casi indispuesto al contemplar algunas de sus escenas de crueldad altamente realista sobre torturas y otros hechos desagradables.

Pero lo que realmente convierte a La Huella en una cinta de terror de gran calado es su magistral ambientación y su argumento sórdido, crudo y casi sádico. Ambientada en un Japón al borde del colapso, pobre y miserable, la película nos pone en situación e inocula en nosotros el desasosiego mucho antes de mostrarnos escenas repugnantes, violentas o imaginativamente tenebrosas. Se recrea con brutal fidelidad un país deshecho en el que la gente muere de hambre, los cadáveres se pudren entre las aguas infectas de un mar implacable y la violencia es el desayuno diario de numerosas familias.

Una fotografía que se cuenta
entre lo mejor que hemos podido ver en televisión en los últimos meses dibuja un cuadro escalofriante sobre un Japón desconocido y putrefacto. El juego continuo de colores, la incómoda combinación de matices y el uso inteligentísimo - y lo mejor de todo, artesanal - de efectos tan viejos como la niebla o las aguas vaporosas crean en el espectador una sensación de desagrado, vértigo e inquietud de lo más estimulante. Miike hace uso de sus años como realizador y las numerosas triquiñuelas aprendidas para lograr que estemos predispuestos no al susto, sino al miedo indefinido y visceral incluso cuando estemos viendo planos de excepcional belleza y ambientaciones a plena luz del día, sin hacer uso de oscuridades, medias tintas ni rayos y relámpagos. Es destacable - y de agradecer, en mi opinión - la ausencia de efectos sonoros para resaltar los sustos, que por el contrario se dejan llevar a sí mismos y deben ser descubiertos por el espectador, lo que demuestra que Takashi no nos toma por tontos.

No podría decidir si La Huella narra una historia de espanto por sus elementos fantásticos o por los realistas. El argumento se enmarca en un enorme cuadro costumbrista - de lo más educativo - que no escatima a la hora de tratar temas escabrosos como la prostitución, el maltrato, la tortura, el aborto, el alcoholismo, la violencia doméstica, marginación social, pobreza extrema y abuso sexual en apenas sesenta minutos. Takashi Miike tampoco deja pasar la oportunidad de hacer crítica social, a la vez que nos aterroriza y nos desagrada. Debemos apreciar el hecho de que el japonés juega con la idea de un espectador atento e inteligente; la trama obliga constantemente a pensar, a construir el hilo argumental, a encajar piezas, a estar atento y advertir los pequeños detalles, a formarse una opinión sobre los personajes y el mundo que habitan.

Como principal dato censurable cabría destacar la extrema virulencia de las escenas violentas, rayanas en el mal gusto - siempre desde un punto de vista subjetivo -. Las personas impresionables deberán cerrar los ojos u omitir dichos cortes; mientras otros espectadores (entre los que me cuento) encogerán las tripas y agradecerán la valentía de un director que se atreve a mostrar (y denunciar) la extrema crueldad y sadismo que hay en prácticas execrables como la tortura o el abuso, sufrido especialmente por las mujeres.


La decoración y vestuario está cuidada al detalle; al mismo tiempo que busca el rigor histórico y el realismo, se permite la licencia de inventar atuendos y caracterizaciones estrambóticas
con el fin de presentar un mundo decadente, absurdo, precipitado a la extinción y habitado por personajes corruptos, tan excéntricos como decrépitos. La sobrecogedora capacidad de absorción de La Huella hará que nos encontremos, durante una hora, presos de un Japón en proceso de autodestrucción, habitado únicamente por los demonios y las putas - como declara una de las protagonistas- . En definitiva, una película recomendable para cualquier estómago fuerte, no apta para vientres sensibles y, desde luego, imprescindible para los amantes del género terrorífico.

imagen: The Uranium Cafe, The Redrum Blog, DVD Active

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